Archives for category: Jesús

>

San Ignacio de Antioquía (?-v. 110), Obispo y Mártir
Carta a la Iglesia de Esmirna.
 Doy gracias a Jesucristo Dios, por haberos otorgado tan gran sabiduría; he podido ver, en efecto, cómo os mantenéis estables e inconmovibles en vuestra fe, como si estuvierais clavados en cuerpo y alma a la cruz del Señor Jesucristo, y cómo os mantenéis firmes en la caridad por la sangre de Cristo, creyendo con fe plena y firme en nuestro Señor, el cual procede verdaderamente “de la estirpe de David, según la carne”(Rm 1,3), es Hijo de Dios por la voluntad y el poder del mismo Dios, nació verdaderamente de la Virgen, fue bautizado por Juan « para cumplir así todo lo que Dios quiere»(Mt 3,15); finalmente, su cuerpo fue verdaderamente crucificado bajo el poder de Poncio Pilatos y del tetrarca Herodes (y de su divina y bienaventurada pasión somos fruto nosotros), para, mediante su resurrección,« elevar su estandarte»(Is 5,26) para siempre en favor de sus santos y fieles, tanto judíos como gentiles, reunidos todos en el único cuerpo de su Iglesia.

  Todo esto lo sufrió por nosotros, para que alcanzáramos la salvación; y sufrió verdaderamente, como también se resucitó a sí mismo verdaderamente.

    Yo sé que después de su resurrección tuvo un cuerpo verdadero, como sigue aún teniéndolo. Por esto, cuando se apareció a Pedro y a sus compañeros, les dijo: Tocadme y palpadme, y daos cuenta de que no soy un ser fantasmal e incorpóreo. Y, al punto, lo tocaron y creyeron, adhiriéndose a la realidad de su carne y de su espíritu. Esta fe les hizo capaces de despreciar y vencer la misma muerte. Después de su resurrección, el Señor comió y bebió con ellos como cualquier otro hombre de carne y hueso, aunque espiritualmente estaba unido al Padre.

     Quiero insistir acerca de estas cosas, queridos hermanos, aunque ya sé que las creéis.

>

De:jesucristoenelcine.blogspot.com
La mayor parte de los filmes sobre Jesús abarcan su vida entera o, al menos, su vida pública. Pero, en la historia del cine, también se han producido películas centradas en el relato de la Pasión, o que han tomado ocasión de esa escena para contar una historia de profunda significación cristiana.
En este post ofrezco una breve comentario de los siete filmes que considero más importantes. En cada uno indico el director (D) y, si tiene un papel relevante, también el actor que encarnó a Jesús (J).
a) Filmes sobre la Pasión:
La pasión de Cristo (USA, 2004). D: Mel Gibson. J: Jim Caviezel. Muestra con realismo y crudeza los tormentos que sufrió Jesús: los azotes, la subida al Calvario, la crucifixión. Vemos el papel de María en la Redención y su especial sintonía con su Hijo. Sin duda la versión más completa de los sufrimientos de Cristo, con abundantes símbolos y metáforas. La más conocida y la que más ha influido en el público. 126 min. 
Gólgota (Francia, 1935). D: Julián Duvivier. J: Robert Le Vigan. Película que mantiene muy bien el ritmo, con un guión rico en matices sobre los sentimientos de Jesús, al que muestra en una faceta a la vez divina y humana (no tan solemne como en otros filmes de la época). Duvivier tomó todos los diálogos de los Evangelios, componiendo las escenas con una estética preciosista, y con un tono lírico sin precedentes. En este filme se inspiró Zeffirelli para construir su serial televisivo Jesus de Nazaret. 95 min. 
– La Passion de Notre-Seigneur Jésus Christ (Francia, 1902). D: Ferdinand Zecca, producida por la casa Pathé con fotografía de Segundo de Chomón. El público acogió el filme con entusiasmo, y Zecca decidió entonces ampliar el proyecto, escribiendo un guión más amplio que abarcaba la vida entera de Jesús. Entre 1903 y 1906, filmó otras escenas que incorporó a las ya rodadas; y al final, la cinta contenía 37 cuadros que contaban la vida entera de Cristo. 
– The Passion Play of Oberammergau (USA, 1898). D: Henry Vincent, J: Frank Rusell. Este filme compitió duramente con otro de los Lumiere titulado La Vie et la Passion de Jésus-Christ. El filme de Vincent hace referencia a una representación multitudinaria que, cada cierto tiempo —desde 1634—, lleva a cabo el pueblo entero de Oberammergau, en Baviera, durante la Semana Santa. Inspirado en ella, escribió su propia historia de la Pasión y filmó la película en el Museo de cera y en el Gran Central Palace de Nueva York. 

b) Filmes que dramatizan historias en torno a la Pasión:
Ben Hur (USA, 1959). D: William Wyler. Judá Ben Hur, un aristócrata judío injustamente condenado a galeras, encuentra ayuda y consuelo en Jesús de Nazaret, a quien nunca olvidará. Con el tiempo, ambos vuelven a encontrarse en el momento de la crucifixión: un encuentro que permite a Ben Hur convertirse, volver a la fe perdida y recuperar a su madre y a su hermana, enfermas de lepra. 212 min. 

La túnica sagrada (USA, 1953). D: Henry Koster. Primera película en Cinemascope, que obtuvo cinco candidaturas a los Oscar, incluidos los de mejor película y mejor actor (Richard Burton). Burton interpreta a Marcelo Gallo, el centurión romano encargado de supervisar la crucifixión, cuya vida cambia para siempre cuando, al pie de la cruz, gana la túnica de Cristo en un juego de apuestas. 135 min. 

Barrabás (USA, 1962). D: Richard Fleischer, basada en una novela de Par Lagerkvist. La historia se centra en el personaje del malhechor (interpretado por Anthony Quinn) que fue liberado por Poncio Pilato en lugar de Jesús. Esta figura del ladrón nos es presentada con realismo, como un hombre violento y asesino, pero cuya existencia queda marcada para siempre por la obsesión de que un hombre bueno, al que muchos creían Hijo de Dios, sufrió la muerte miserable a la que él estaba condenado. 

Otras películas han tratado también, directa o indirectamente, el relato de la pasión de Cristo. Pero ninguna con la fidelidad de las 4 primeras ni con la sincera emotividad de las 3 últimas. Feliz Semana Santa, también con ayuda del cine.

>

Mientras que los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas afirman que la Última Cena coincidió con el comienzo de la Pascua judía, Juan sostiene que tuvo lugar antes. 
Un experto británico en historia bíblica ha llegado a la conclusión de que la Última Cena de Cristo tuvo lugar el miércoles antes de la crucifixión, un día antes de lo que indica la tradición.

El profesor Colin Humphreys de la Universidad de Cambridge se ha valido de investigaciones históricas, bíblicas y astronómicas en su nuevo libro, ´El Misterio de la Última Cena´, para intentar fijar el día exacto de la última cena compartida por Jesucristo con sus discípulos, informa la prensa británica.

Los investigadores se han preguntado durante mucho tempo por la razón de una aparente inconsistencia bíblica: así, mientras que los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas afirman que la Última Cena coincidió con el comienzo de la Pascua judía,
Juan sostiene que tuvo lugar antes.

El profesor Humphreys cree que Jesús, junto con Mateo, Marcos y Lucas, pudieron utilizar un calendario distinto del empleado por Juan.

Según su hipótesis, Jesús se atuvo a un viejo calendario judío en lugar de regirse por el calendario lunar oficial que estaba muy extendido en los años de su muerte.

De esa forma, la Cena de Pascua – y Última Cena- se habría celebrado el miércoles, lo que explica que ocurrieran muchas cosas entre ese evento y la crucifixión.

Así, la detención, el interrogatorio y los juicios a los que fue sometido Jesús no tuvieron lugar en el espacio de una sola noche.

>

Por: Luis Alfonso Gámez
 

El cineasta canadiense Simcha Jacobovici asegura haber encontrado dos de los clavos utilizados en la Crucifixión e intenta vender ese hallazgo en los medios de comunicación como parte de la promoción de su documental Los clavos de la Cruz. Sostiene que los clavos fueron descubiertos en 1990 en una tumba que sería la del bíblico Caifás, quien, según él, al final de la vida se convirtió al cristianismo. “Si miras el episodio histórico, textual, arqueológico, todo parece apuntar a que estos dos clavos estuvieron implicados en una crucifixión.
 
Y, dado que Caifás sólo está asociado a la crucifixión de Jesús, sumas dos y dos y parece implicar que son los clavos”, ha declarado a la agencia Reuters. Lamentablemente, este hallazgo bíblico del cineasta, del que me ha avisado el periodista Bruno Vergara, tiene tanto fundamento como otros anteriores.
 

Es posible que ustedes recuerden a nuestro protagonista por ser el autor de El Éxodo descifrado, documental, producido por James Cameron, que defiende la historicidad de ese episodio del Antiguo Testamento y fue emitido por Cuatro como entrega especial de Cuarto Milenio el 25 de diciembre de 2006. En esa película, y en otras posteriores como la dedicada a la presunta tumba de Jesús, el cineasta hace pseudoarqueología en aras del espectáculo, lo que le ha costado duras críticas de los expertos.

Así, por ejemplo, la Autoridad de Antigüedades de Israel ha dicho que “no hay duda de que el talentoso Simcha Jacobovici ha creado un documental interesante alrededor de un hallazgo arqueológico”, pero sus conclusiones “carecen de fundamento arqueológico y científico”.

“Lo que presentamos al mundo es el mejor argumento arqueológico conocido a favor de que se han encontrado dos de los clavos de la crucifixión de Jesús. ¿Sé al 100% que lo son? No”, ha admitido el director. La verdad es que su edificio argumental es bastante frágil. Parte del supuesto de que una tumba descubierta en Jerusalén en 1990 era la de Caifás, el sumo sacerdote que entregó a Jesús a los romanos, pero los arqueólogos rechaazan esa atribución del sepulcro. 

 
A Jacobovici no le importa, claro, y da otro doble mortal diciendo que Caifás se convirtió al cristianismo al final de su vida, que dos clavos que se encontraron en la tumba proceden de la Crucifixión y que habría sido enterrado con ellos por considerarlos amuletos. Y asegura que esos clavos han estado perdidos durante años y él los ha encontrado ahora en un laboratorio de la Universidad de Tel Aviv del antropólogo Israel Hershkowitz, quien los recibió en su día de las autoridades para su estudio. Demasiados síes condicionales y especulaciones sin fundamento como para que se tomen sus conclusiones en serio.
 
Ni siquiera el arqueólogo Gaby Barkay, que aparece en el documental, se arriesga a jugarse su prestigio y compartir el punto de vista de Jacobovici. “No hay ninguna prueba de que los clavos estén conectados con huesos de cualquier tipo o prueba a partir de los textos de que Caifás tuviera los clavos de la Crucifixión después de que ésta tuviera lugar y de que Jesús fuera bajado de la Cruz. Por otra parte, esas cosas son posibles”, ha dicho diplomáticamente, según The Media Line. Más tajante ha sido la Autoridad de Antigüedades: “Es bastante habitual encontrar clavos en las tumbas de esa época. La opinión más aceptada es que se usaban para grabar en el osario el nombre del muerto. La afirmación de que estos clavos tienen otro significado carece de fundamento y es un producto de la imaginación . Las teorías presentadas en el documental (de Jacobovici) no tienen ningún fundamento arqueológico o científico”.

Ahora sólo queda ver cuántos medios de comunicación españoles compran acríticamente esta nueva patraña y la difunden como cierta. Permanezcan atentos a sus pantallas.

>

Un excelente texto del Padre Raneiro Cantalamessa para el tiempo de Cuaresma. Vale la pena leer el texto entero.
LA FUERZA DE LA CRUZ
Raniero Cantalamessa

JESUCRISTO ES SEÑOR

El día más santo del año para el pueblo judío —el Yom Kippur, o día de la “Gran expiación”—, el sumo sacerdote, llevando la sangre de las víctimas, pasaba al otro lado del velo del templo, entraba en el “Santo de los santos” y allí, solo en presencia del Altísimo, pronunciaba el Nombre de Dios. Era el Nombre que se le había revelado a Moisés desde la zarza ardiendo, compuesto de cuatro letras, que a nadie le era lícito pronunciar durante el resto del año, sino que se sustituía, al pronunciarlo, con Adonai, que quiere decir Señor. 
Ese Nombre —que tampoco yo quiero pronunciar por respeto al deseo del pueblo judío, por el que la Iglesia reza el día de Viernes Santo—, proclamado en aquellas circunstancias, establecía una comunicación entre el cielo y la tierra, hacía presente a la misma persona de Dios y expiaba, aunque sólo fuese en figura, los pecados de la nación.
También el pueblo cristiano tiene su Yom Kippur, su día de la Gran expiación, y ese día es éste que estamos celebrando. Ese cumplimiento ha sido proclamado, en la segunda lectura de esta liturgia, con las palabras de la carta a los Hebreos: “Tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios” (Hb 4,14). Cristo —leemos en esa misma carta— “ha entrado en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de becerros, sino con la suya propia” (Hb 9,12). 
También en este día, en el que celebramos, ya no en figura sino en realidad, la Gran expiación, no ya de los pecados de una sola nación sino “los del mundo entero” (cf 1 Jn 2,2; Rm 3,25), también en este día se pronuncia un Nombre. 
En la aclamación al Evangelio hemos cantado, hace un momento, estas palabras del apóstol Pablo: “Cristo se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre”. También el Apóstol se abstiene de pronunciar ese nombre inefable y lo sustituye por Adonai, que en griego suena Kyrios, en latín Dominus y en español Señor: “Toda rodilla —prosigue el texto— se doble y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es el Señor! para gloria de Dios Padre” (Flp 2,8-11). 
Pero lo que él quiere expresar con la palabra “Señor” es precisamente aquel Nombre que proclama el Ser divino. El Padre ha dado a Cristo —incluso como hombre— su mismo Nombre y su mismo poder (cf Mt 28,18); ésta es la verdad inaudita que se encierra en la proclamación: “¡Jesucristo es el Señor!” Jesucristo es “El que es”, el Viviente.
San Pablo no es el único que proclama esta verdad: “Cuando levantéis al Hijo del Hombre —dice Jesús en el evangelio de Juan—, sabréis que Yo Soy” (Jn 1,28). Y también: “Si no creéis que Yo Soy, moriréis por vuestros pecados” (Jn 8,24). La remisión de los pecados tiene lugar ahora en este Nombre, en esta Persona. Hace unos momentos hemos oído, en el relato de la Pasión, lo que ocurrió cuando los soldados se acercaron a Jesús para prenderlo: “Les dijo: ‘¿A quién buscáis?’ Le contestaron: ‘A Jesús el Nazareno’. Les dijo Jesús: ‘Yo Soy’. 
Al decirles: ‘Yo Soy’, retrocedieron y cayeron a tierra” (Jn 18,4-6). ¿Por qué retrocedieron y cayeron a tierra? Porque Él había pronunciado su Nombre divino, “Ego eimí – Yo soy”, y éste quedó libre por un instante para desencadenar su poder. También para el evangelista Juan, el Nombre divino está íntimamente ligado a la obediencia de Jesús hasta la muerte: “Cuando levantéis al Hijo del Hombre, sabréis que Yo Soy y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado” (Jn 8,28). Jesús no es Señor en contra del Padre, o en lugar del Padre, sino “para gloria de Dios Padre”.
Ésta es la fe que la Iglesia heredó de los apóstoles, que santificó sus orígenes, que modeló su culto e incluso su arte. En la aureola del Cristo Pantocrator de los mosaicos y de los iconos antiguos aparecen inscritas en oro tres letras griegas: “O~Omega-N – El que es”. Nosotros estamos aquí para hacer que esta fe se despierte, si es necesario, incluso de las piedras. En los primeros siglos de la Iglesia, en la semana siguiente al bautismo, que era la semana de Pascua, tenía lugar la revelación y la entrega a los neófitos de las realidades cristianas más sagradas, que hasta ese momento se les habían mantenido ocultas o de las que sólo se hablaba por alusión, de acuerdo a la “disciplina de lo arcano”, entonces en vigor. 
Se les introducía, un día tras otro, en el conocimiento de los “misterios” —es decir, del bautismo, de la Eucaristía, del Padre nuestro— y de su simbolismo, y por eso se lo llamaba catequesis “mistagógica”. Era una experiencia única, que dejaba una impresión imborrable para toda la vida, no tanto por la forma en que ocurría cuanto por la grandeza de las realidades espirituales que se desplegaban ante sus ojos. Tertuliano dice que los convertidos “se sobrecogían de asombro ante la luz de la verdad”(TERTULIANO, Apologético,39,9.)
 Actualmente todo esto ya no existe; con el paso del tiempo, las cosas han ido cambiando. Pero podemos recrear momentos como aquellos. La liturgia aún nos ofrece ocasiones para hacerlo. Y una de ellas es esta solemne liturgia del Viernes Santo. Esta tarde la Iglesia, si nos encuentra atentos, tiene algo para “revelarnos” y para “entregarnos”, como si fuéramos neófitos. Tiene para entregarnos el señorío de Cristo; tiene para revelarnos este secreto que está escondido para el mundo: que “Jesús es el Señor” y que ante él debe doblarse toda rodilla. 
Que, un día, “se doblará” indefectiblemente ante él toda rodilla (cf Is 45,23). De la palabra —o dabar— de Dios, se dice en el Antiguo Testamento que “caía sobre Israel” (cf Is 9,7), que “venía sobre alguien”. Pues bien, esta palabra “Jesús es el Señor”, culminación de todas las palabras, “cae” sobre nosotros, viene sobre esta asamblea, se hace realidad viviente aquí, en el centro de la Iglesia católica. Pasa como la antorcha ardiendo que pasó entre las dos mitades de las víctimas que había preparado Abrahán para el sacrificio de alianza (cf Gn 15,17).
“Señor” es el nombre divino que nos afecta más directamente a nosotros. Dios era “Dios” y “Padre” antes que existiesen el mundo, los ángeles y los hombres, pero aún no era “Señor”. Se hace Señor, Dominus, a partir del momento en que existen creaturas sobre las que ejercer su “dominio” y que aceptan libremente ese dominio. En la Trinidad no hay “señores” porque no hay servidores, sino que todos son iguales. Somos nosotros, en cierto sentido, los que hacemos que Dios sea el “Señor”. Ese dominio de Dios, que fue rechazado por el pecado, ha sido restablecido por la obediencia de Cristo, el nuevo Adán. Por Cristo, Dios ha vuelto a ser Señor por un título más fuerte: por creación y por redención. ¡Dios ha vuelto a reinar desde la Cruz! —Regnavit a ligno Deus. “Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos” (Rm 14,9).
La fuerza objetiva de la frase “Jesús es el Señor” reside en el hecho de que hace presente la historia. Esa frase es la consecuencia de dos acontecimientos fundamentales: Jesús murió por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación; por eso, Jesús es el Señor. Los acontecimientos que la prepararon se han condensado después, por así decirlo, en esa consecuencia y ahora se hacen presentes y operantes en ella, cuando la proclamamos con fe: “Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10,9).
 
Básicamente, hay dos maneras de entrar en comunión con los acontecimientos de la salvación: uno es el sacramento, el otro es la palabra. Esta manera de la que estamos hablando es la de la palabra, y de la palabra por excelencia, que es el kerigma. El cristianismo es rico en ejemplos y en modelos de experiencias de lo divino. La espiritualidad ortodoxa insiste en la experiencia de Dios a través de los “misterios”, a través de la oración del corazón… La espiritualidad occidental insiste en la experiencia de Dios mediante la contemplación, en la que el hombre se recoge en su interior y se eleva, con la mente, por encima de las cosas y de sí mismo… Y es que hay muchos “caminos de la mente hacia Dios”. 
Pero la palabra de Dios nos revela uno que ha servido para abrir el horizonte de Dios a las primeras generaciones cristianas, un camino que no es extraordinario y que no está reservado para unos pocos privilegiados, sino que está abierto a todos los hombres de recto corazón —a los que ya creen y a los que andan en busca de la fe—; un camino que no sube a través de los grados de la contemplación, sino que pasa por los acontecimientos divinos de la salvación; que no nace del silencio, sino de la escucha. Y es el camino del kerigma: “¡Jesucristo ha muerto! ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Jesucristo es el Señor!”.
Tal vez una experiencia de ese tipo es la que tenían los primeros cristianos cuando, en el culto, exclamaban: ¡Maranatah!, que quería decir dos cosas, dependiendo de la manera de pronunciarlo, a saber: “¡Ven, Señor!”, o “El Señor está aquí”. Podía expresar un anhelo de la vuelta de Cristo, o bien una respuesta entusiasta a la epifanía litúrgica de Cristo, es decir a su manifestación en medio de la asamblea reunida en oración.
Este sentimiento de la presencia del Señor resucitado es una especie de iluminación interior que, a veces, cambia por completo el estado de ánimo de la persona que lo recibe. Nos recuerda lo que ocurría en las apariciones del Resucitado a los discípulos. Un día, después de Pascua, los apóstoles estaban pescando en el lago de Tiberíades, cuando en la orilla apareció un hombre que se puso a hablar con ellos desde lejos. Hasta cierto punto, todo era normal: se quejaban de que no habían pescado nada, como hacen con frecuencia los pescadores. Pero de pronto, en el corazón de uno de ellos -del discípulo al que Jesús quería— se encendió una luz; lo reconoció y exclamó: “¡Es el Señor!” (Jn 21,7). Y entonces todo cambió de golpe en la barca.
Entendemos así por qué afirma san Pablo que “nadie puede decir ‘¡Jesús es el Señor!’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Co 12,3). Como el pan, en el altar, se convierte en el cuerpo vivo de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo que desciende sobre él, así, de manera semejante, esa palabra se hace “viva y eficaz” (Hb 4,12) por la fuerza del Espíritu Santo que actúa en ella. Se trata de un acontecimiento de gracia que podemos preparar, favorecer y desear, pero que no podemos provocar por nosotros mismos. Generalmente no nos damos cuenta de ello mientras está sucediendo, sino sólo después de que ha ocurrido, a veces después de varios años. En este momento podría ocurrirle a alguno de los aquí presentes lo que ocurrió en el corazón del discípulo amado en el lago de Tiberíades: que “reconozca” al Señor.
En la frase “¡Jesús es el Señor!” hay también un aspecto subjetivo, que depende de quien la pronuncia. Varias veces me he preguntado por qué los demonios, en los evangelios, nunca pronuncian este título de Jesús. Llegan hasta a decirle a Jesús: “Tú eres el Hijo de Dios”, o también “Tú eres el Santo de Dios” (cf Mt 4,3; Mc 3,11; 5,7; Lc 4,41); pero nunca los oímos exclamar: “¡Tú eres el Señor!” La respuesta más plausible me parece ésta: Decir “Tú eres el Hijo de Dios” es reconocer un dato real que no depende de ellos y que ellos no pueden cambiar. Pero decir “¡Tú eres el Señor!” es algo muy distinto. Implica una decisión personal. Significa reconocerlo como tal, someterse a su dominio. Si lo hiciesen, dejarían en ese mismo momento de ser lo que son y se convertirían en ángeles de luz.
Esa expresión divide realmente dos mundos. Decir “¡Jesús es el Señor!” significa entrar libremente en el ámbito de su dominio. Es como decir: Jesucristo es “mi” Señor; él es la razón de mi vida; yo vivo “para” él, y ya no “para mí”. “Ninguno de nosotros -escribía Pablo a los Romanos— vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor” (Rm 14,7-8). La suprema contradicción que el hombre experimenta desde siempre —la contradicción entre la vida y la muerte— ya ha sido superada. Ahora la contradicción más radical no se da entre el vivir y el morir, sino entre el vivir “para el Señor” y el vivir “para sí mismos”. Vivir para sí mismos es el nuevo nombre de la muerte.
La proclamación “¡Jesús es el Señor!” ocupó, después de Pascua, el lugar que en la predicación de Jesús había tenido el anuncio “¡Ha llegado a vosotros el reino de Dios!” Antes de que existiesen los evangelios y antes de que existiese el proyecto de escribirlos, existía ya esta noticia: “Jesús ha resucitado. Él es el Mesías. ¡Él es el Señor!” Todo empezó con esto. En esta noticia que nació con la Pascua estaba encerrada ya, como en una semilla, toda la fuerza de la predicación evangélica. La catequesis y la teología de la Iglesia son como un árbol majestuoso que brotó de esa semilla. Pero ésta —como ocurre con la semilla natural—, con el paso del tiempo, quedó sepultada bajo la planta que produjo. El kerigma, en nuestra conciencia actual, es una de las verdades de la fe, un punto, aun cuando sea importante, de la catequesis y de la predicación. No es algo que esté aparte, en el origen de la fe.
Mi primera reacción ante un texto de la Escritura es siempre la de ir a buscar las resonancias que ese texto ha tenido en la Tradición, es decir en los Padres y en los Doctores de la Iglesia, en la liturgia, en los santos. Y lo normal es que se agolpen los testimonios en la mente. Pero cuando intenté hacerlo con la expresión “¡Jesús es el Señor!”, comprobé con sorpresa que la Tradición era casi muda. En el siglo III d. C., el título de Señor ya no conserva su significado original y se lo considera inferior al título de Maestro. Se lo conceptúa como título característico de los que siguen siendo “siervos” y todavía no han llegado a ser “amigos”, y por lo tanto es propio del estadio del “temor” (Cf ORÍGENES, Comentario al evangelio de Juan, 1, 29 (Sch 120.p.158). Sin embargo, ya sabemos que es algo muy distinto.
Para una nueva evangelización del mundo, necesitamos volver a sacar a la luz aquella semilla, en la que se encuentra condensada, aún intacta, toda la fuerza del mensaje evangélico. Necesitamos desenterrar “la espada del Espíritu”, que es el anuncio apasionado de Jesús como Señor. En una célebre obra épica del medioevo cristiano, se habla de un mundo en el que todo languidece y se vuelve confuso porque nadie plantea la cuestión fundamental y nadie pronuncia la palabra crucial —la del Santo Grial—, pero que vuelve a florecer cuando se pronuncia de nuevo esa palabra y cuando se atrae la atención sobre lo que tiene que estar por encima de los pensamientos de todos. 
Algo así ocurre, creo yo, con la palabra del kerigma: “¡Jesús es el Señor!” Todo languidece y carece de vigor donde ya no se pronuncia esa palabra, o ya no se coloca en el centro, o ya no se pone “en el Espíritu”. Y todo se reanima y se vuelve a inflamar donde esa palabra se pone en toda su pureza, en la fe. Aparentemente, nada nos es tan familiar como la palabra “Señor”. Es parte del nombre con que invocamos a Cristo al final de todas las oraciones litúrgicas. Pero una cosa es decir “Nuestro Señor Jesucristo” y otra decir “¡Jesucristo es nuestro Señor!” Durante siglos, y puede decirse que hasta nuestros días, la misma proclamación “Jesús es el Señor” con que se cierra el himno de la carta a los Filipenses ha quedado escondida bajo una traducción errónea. 
En efecto, la Vulgata traducía “Toda lengua proclame que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre” —Omnis lingua confiteatur quia Dominus Jesus Christus in gloria est Dei Patris—, mientras que -como ahora sabemos— el sentido de esa frase no es que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre, sino que Jesús es el Señor, ¡y que lo es para gloria de Dios Padre!
Pero no basta con que la lengua proclame que Jesucristo es el Señor; es preciso además que “toda rodilla se doble”. No son dos cosas separadas, sino una sola cosa. Quien proclama a Jesús como Señor tiene que hacerlo doblando la rodilla, es decir sometiéndose con amor a esa realidad, doblando la propia inteligencia en obediencia a la fe. Se trata de renunciar a ese tipo de fuerza y de seguridad que proviene de la “sabiduría”, es decir de la capacidad para afrontar al mundo incrédulo y soberbio con sus mismas armas, que son la dialéctica, la discusión, los razonamientos sin fin, cosas todas que nos permiten “estar siempre buscando sin nunca encontrar” (cf 2 Tm 3,7), y por tanto sin sentimos nunca obligados a tener que obedecer a la verdad una vez que la hemos encontrado. 
El kerigma no da explicaciones, sino que exige obediencia, porque en él actúa la autoridad del mismo Dios. “Después” y “al lado” de él, hay lugar para todas las razones y demostraciones, pero no “dentro” de él. La luz del sol brilla por sí misma y no puede ser esclarecida con otras luces, sino que es ella la que lo esclarece todo. Quien dice que no la ve, lo único que hace es proclamar que él mismo es ciego.
Es preciso aceptar la “debilidad” y la “necedad” del kerigma —lo cual significa también la propia debilidad, humillación y derrota—, para que la fuerza y la sabiduría de Dios puedan salir victoriosamente a la luz y seguir actuando. “Las armas con que luchamos —dice Pablo— no son humanas, sino divinas, y tienen poder para destruir fortalezas. Deshacemos sofismas y cualquier clase de altanería que se levante contra el conocimiento de Dios. Estamos también dispuestos a someter a Cristo todo pensamiento” (2 Co 10,4-5). En otras palabras, es necesario estar en la cruz, porque la fuerza del señorío de Cristo brota toda ella de la cruz.
Debemos estar atentos a no avergonzarnos del kerigma. La tentación de avergonzarnos de él es fuerte. También lo fue para el apóstol Pablo, que sintió la necesidad de gritarse a sí mismo: “¡Yo no me avergüenzo del Evangelio!” (Rm 1,16). Y lo sigue siendo aún más en nuestros días. ¿Qué sentido tiene —nos insinúa una parte de nosotros mismos— hablar de que Cristo ha resucitado y de que es el Señor, mientras a nuestro alrededor existen tantos problemas concretos que acosan al hombre: el hambre, la injusticia, la guerra…? 
Al hombre le gusta que se hable de él —aunque se hable mal— bastante más que oír hablar de Dios. En tiempos de Pablo una parte del mundo pedía milagros y otra parte pedía sabiduría. Hoy una parte del mundo (la que vive bajo regímenes capitalistas) pide justicia, y otra parte (la que vive bajo regímenes totalitarios comunistas) pide libertad. Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado y resucitado (cf 1 Co 1,23), porque estamos convencidos de que en él tienen su fundamento la verdadera justicia y la verdadera libertad.
En la catequesis mistagógica, la revelación de los misterios tenía lugar de dos maneras: mediante las palabras y mediante los ritos. Los neófitos escuchaban las explicaciones y veían los ritos, sobre todo el rito eucarístico que nunca antes habían contemplado con sus ojos. Lo mismo sucede también en esta liturgia, en la que se nos entrega el misterio del señorío de Cristo. Después de la liturgia de la palabra, vienen ahora una serie de ritos. Se descubrirá solemnemente la imagen del Crucificado y nos arrodillaremos todos tres veces. Mostraremos, incluso de manera visible, que en la Iglesia toda rodilla se dobla. 
 
El velo morado que hasta ahora cubría la imagen del Crucificado simboliza ese otro velo que oculta al Crucifijo desnudo a los ojos del mundo. “Hasta hoy —decía san Pablo de los judíos de su tiempo—, un velo cubre sus mentes; pero cuando se vuelvan hacia el Señor, se quitará el velo” (2 Co 3,15-16). Por desgracia, ese velo está tendido también ante los ojos de muchos cristianos y sólo se descorrerá “cuando se vuelvan hacia el Señor”, cuando descubran el señorío de Cristo. No antes.
Cuando, esta tarde, se “eleve” ante nuestros ojos el Crucifijo desnudo, mirémoslo bien. Ése es el Jesús a quien proclamamos como “Señor”, y no otro, no un Jesús fácil, de agua de rosas. Es importante lo que vamos a hacer. Para que nosotros pudiésemos tener el privilegio de saludarlo como Rey y Señor verdadero, como haremos enseguida, Jesús aceptó ser saludado como rey de burlas; para que nosotros pudiésemos tener el privilegio de doblar humildemente la rodilla ante Él, Él aceptó que se arrodillaran ante Él por burla y por escarnio. “Los soldados —está escrito— lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo… Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron y, doblando las rodillas, se postraban ante él” (Mc 15,16-19).
Tenemos que estar muy compenetrados con lo que hacemos y poner en ello una gran adoración y una enorme gratitud, pues es muy grande el precio que Él ha pagado. Todas las “proclamaciones” que escuchó, estando vivo, fueron proclamaciones de odio; todas las “genuflexiones” que vio fueron genuflexiones de ignominia. No debemos añadir nosotros otras más con nuestra frialdad y nuestra superficialidad. 
Mientras expiraba en la cruz, aún tenía en sus oídos el eco ensordecedor de aquellos gritos y la palabra “Rey” colgaba escrita sobre su cabeza como una condena. Ahora que vive a la derecha del Padre y que está presente, por el Espíritu, en medio de nosotros, que sus ojos puedan ver que toda rodilla se dobla y que, con ello, se dobla la mente, el corazón, la voluntad y todo; que sus oídos escuchen el grito de alegría que brota del corazón de los redimidos: “¡Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre!”

>

The image is eerily familiar: a bearded young man with flowing curly hair. After lying for nearly 2,000 years hidden in a cave in the Holy Land, the fine detail is difficult to determine. But in a certain light it is not difficult to interpret the marks around the figure’s brow as a crown of thorns.

The extraordinary picture of one of the recently discovered hoard of up to 70 lead codices – booklets – found in a cave in the hills overlooking the Sea of Galilee is one reason Bible historians are clamouring to get their hands on the ancient artefacts.

If genuine, this could be the first-ever portrait of Jesus Christ, possibly even created in the lifetime of those who knew him.

The tiny booklet, a little smaller than a modern credit card, is sealed on all sides and has a three-dimensional representation of a human head on both the front and the back. One appears to have a beard and the other is without. Even the maker’s fingerprint can be seen in the lead impression. Beneath both figures is a line of as-yet undeciphered text in an ancient Hebrew script.

Astonishingly, one of the booklets appears to bear the words ‘Saviour of Israel’ – one of the few phrases so far translated.

The owner of the cache is Bedouin trucker Hassan Saida who lives in the Arab village of Umm al-Ghanim, Shibli. He has refused to sell the booklets but two samples were sent to England and Switzerland for testing.

A Mail on Sunday investigation has revealed that the artefacts were originally found in a cave in the village of Saham in Jordan, close to where Israel, Jordan and Syria’s Golan Heights converge – and within three miles of the Israeli spa and hot springs of Hamat Gader, a religious site for thousands of years.

According to sources in Saham, they were discovered five years ago after a flash flood scoured away the dusty mountain soil to reveal what looked like a large capstone. When this was levered aside, a cave was discovered with a large number of small niches set into the walls. Each of these niches contained a booklet. There were also other objects, including some metal plates and rolled lead scrolls.

The area is renowned as an age-old refuge for ancient Jews fleeing the bloody aftermath of a series of revolts against the Roman empire in the First and early Second Century AD.

The cave is less than 100 miles from Qumran, where the Dead Sea Scrolls were discovered, and around 60 miles from Masada, scene of the last stand and mass suicide of an extremist Zealot sect in the face of a Roman Army siege in 72AD – two years after the destruction of the Second Temple in Jerusalem.

Precious: This booklet shows what scholars believe to be the map of Christian Jerusalem. It is also close to caves that have been used as sanctuaries by refugees from the Bar Kokhba revolt, the third and final Jewish revolt against the Roman Empire in 132AD.

The era is of critical importance to Biblical scholars because it encompasses the political, social and religious upheavals that led to the split between Judaism and Christianity.

It ended with the triumph of Christianity over its rivals as the dominant new religion first for dissident Jews and then for Gentiles.

In this context, it is important that while the Dead Sea Scrolls are rolled pieces of parchment or papyrus containing the earliest-known versions of books of the Hebrew Bible and other texts – the traditional Jewish format for written work – these lead discoveries are in book, or codex, form which has long been associated with the rise of Christianity.

The codices seen by The Mail on Sunday range in size from smaller than 3in x 2in to around 10in x 8in. They each contain an average of eight or nine pages and appear to be cast, rather than inscribed, with images on both sides and bound with lead-ring bindings. Many of them were severely corroded when they were first discovered, although it has been possible to open them with care.

The codex showing what may be the face of Christ is not thought to have been opened yet. Some codices show signs of having been buried – although this could simply be the detritus resulting from lying in a cave for hundreds of years.

Unlike the Dead Sea Scrolls, the lead codices appear to consist of stylised pictures, rather than text, with a relatively small amount of script that appears to be in a Phoenician language, although the exact dialect is yet to be identified. At the time these codices were created, the Holy Land was populated by different sects, including Essenes, Samaritans, Pharisees, Sadducees, Dositheans and Nazoreans.

There was no common script and considerable intermingling of language and writing systems between groups. Which means it could take years of detailed scholarship to accurately interpret the codices.

Many of the books are sealed on all sides with metal rings, suggesting they were not intended to be opened. This could be because they contained holy words which should never be read. For example, the early Jews fiercely protected the sacred name of God, which was only ever uttered by The High Priest in the Temple in Jerusalem at Yom Kippur.

The original pronunciation has been lost, but has been transcribed into Roman letters as YHWH – known as the Tetragrammaton – and is usually translated either as Yahweh or Jehovah. A sealed book containing sacred information was mentioned in the biblical Book of Revelations.

If genuine, it seems clear that these books were, in fact, created by an early Messianic Jewish sect, perhaps closely allied to the early Christian church and that these images represent Christ himself.

One lucky owner: Hassan Saida with some of the artefacts that he says he inherited
One plate has been interpreted as a schematic map of Christian Jerusalem showing the Roman crosses outside the city walls. At the top can be seen a ladder-type shape. This is thought to be a balustrade mentioned in a biblical description of the Temple in Jerusalem. Below that are three groups of brickwork, to represent the walls of the city.

A fruiting palm tree suggests the House of David and there are three or four shapes that appear to be horizontal lines intersected by short vertical lines from below. These are the T-shaped crosses believed to have been used in biblical times (the familiar crucifix shape is said to date from the 4th Century). The star shapes in a long line represent the House of Jesse – and then the pattern is repeated.

This interpretation of the books as proto-Christian artefacts is supported by Margaret Barker, former president of the Society for Old Testament Study and one of Britain’s leading experts on early Christianity. The fact that a figure is portrayed would appear to rule out these codices being connected to mainstream Judaism of the time, where portrayal of lifelike figures was strictly forbidden because it was considered idolatry.

If genuine, it seems clear that these books were, in fact, created by an early Messianic Jewish sect, perhaps closely allied to the early Christian church and that these images represent Christ himself. However another theory, put forward by Robert Feather – an authority on The Dead Sea Scrolls and author of The Mystery Of The Copper Scroll Of Qumran – is that these books are connected to the Bar Kokhba Revolt of 132-136AD, the third major rebellion by the Jews of Judea Province and the last of the Jewish-Roman Wars.

The revolt established an independent state of Israel over parts of Judea for two years before the Roman army finally crushed it, with the result that all Jews, including the early Christians, were barred from Jerusalem.

The followers of Simon Bar Kokhba, the commander of the revolt, acclaimed him as a Messiah, a heroic figure who could restore Israel. Although Jewish Christians hailed Jesus as the Messiah and did not support Bar Kokhba, they were barred from Jerusalem along with the rest of the Jews. The war and its aftermath helped differentiate Christianity as a religion distinct from Judaism.

The spiritual leader of the revolt was Rabbi Shimon Bar Yochai, who laid the foundations for a mystical form of Judaism known today as Kabbalah, which is followed by Madonna, Britney Spears and others. Yochai hid in a cave for 13 years and wrote a secret commentary on the Bible, the Zohar, which evolved into the teaching of Kabbalah. Feather is convinced that some of the text on the codices carry the name of Rabbi Bar Yochai.

Feather says that all known codices prior to around 400AD were made of parchment and that cast lead is unknown. They were clearly designed to exist for ever and never to be opened. The use of metal as a writing material at this time is well documented – however the text was always inscribed, not cast.

The books are currently in the possession of Hassan Saida, in Umm al-Ghanim, Shibli, which is at the foot of Mount Tabor, 18 miles west of the Sea of Galilee.

Saida owns and operates a haulage business consisting of at least nine large flatbed lorries. He is regarded in his village as a wealthy man. His grandfather settled there more than 50 years ago and his mother and four brothers still live there.

Saida, who is in his mid-30s and married with five or six children, claims he inherited the booklets from his grandfather.

However, The Mail on Sunday has learned of claims that they first came to light five years ago when his Bedouin business partner met a villager in Jordan who said he had some ancient artefacts to sell.

The business partner was apparently shown two very small metal books. He brought them back over the border to Israel and Saida became entranced by them, coming to believe they had magical properties and that it was his fate to collect as many as he could.

The arid, mountainous area where they were found is both militarily sensitive and agriculturally poor. The local people have for generations supplemented their income by hoarding and selling archeological artefacts found in caves.

More of the booklets were clandestinely smuggled across the border by drivers working for Saida – the smaller ones were typically worn openly as charms hanging from chains around the drivers’ necks, the larger concealed behind car and lorry dashboards.

Wonder: The cave in Jordan where the metal books were discovered
In order to finance the purchase of booklets from the Jordanians who had initially discovered them, Saida allegedly went into partnership with a number of other people – including his lawyer from Haifa, Israel.

Saida’s motives are complex. He constantly studies the booklets, but does not take particularly good care of them, opening some and coating them in olive oil in order to ‘preserve’ them.

The artefacts have been seen by multi-millionaire collectors of antiquities in both Israel and Europe – and Saida has been offered tens of millions of pounds for just a few of them, but has declined to sell any.

When he first obtained the booklets, he had no idea what they were or even if they were genuine.

He contacted Sotheby’s in London in 2007 in an attempt to find an expert opinion, but the famous auction house declined to handle them because their provenance was not known.

Soon afterwards, the British author and journalist Nick Fielding was approached by a Palestinian woman who was concerned that the booklets would be sold on the black market. Fielding was asked to approach the British Museum, the Fitzwilliam Museum in Cambridge and other places.

Masterpiece: Later versions of Christ, including Leonardo Da Vinci’s interpretation in his fresco The Last Supper, give Jesus similar characteristics.

Fielding travelled to Israel and obtained a letter from the Israeli Antiquities Authority saying it had no objection to their being taken abroad for analysis. It appears the IAA believed the booklets were forgeries on the basis that nothing like them had been discovered before.

None of the museums wanted to get involved, again because of concerns over provenance. Fielding was then asked to approach experts to find out what they were and if they were genuine. David Feather, who is a metallurgist as well as an expert on the Dead Sea Scrolls, recommended submitting the samples for metal analysis at Oxford University.

The work was carried out by Dr Peter Northover, head of the Materials Science-based Archaeology Group and a world expert on the analysis of ancient metal materials.

The samples were then sent to the Swiss National Materials Laboratory at Dubendorf, Switzerland. The results show they were consistent with ancient (Roman) period lead production and that the metal was smelted from ore that originated in the Mediterranean. Dr Northover also said that corrosion on the books was unlikely to be modern.

Meanwhile, the politics surrounding the provenance of the books is intensifying. Most professional scholars are cautious pending further research and point to the ongoing forgery trial in Israel over the ancient limestone ossuary purporting to have housed the bones of James, brother of Jesus.

The Israeli archeological establishment has sought to defuse problems of provenance by casting doubt on the authenticity of the codices, but Jordan says it will ‘exert all efforts at every level’ to get the relics repatriated.

The debate over whether these booklets are genuine and, if so, whether they represent the first known artefacts of the early Christian church or the first stirrings of mystical Kabbalah will undoubtedly rage for years to come.

The director of Jordan’s Department of Antiquities, Ziad al-Saad, has few doubts. He believes they may indeed have been made by followers of Jesus in the few decades immediately following his crucifixion.

‘They will really match, and perhaps be more significant than, the Dead Sea Scrolls,’ he says. ‘The initial information is very encouraging and it seems that we are looking at a very important and significant discovery – maybe the most important discovery in the history of archaeology.’

If he is right, then we really may be gazing at the face of Jesus Christ.

>

El delegado diocesano de Pastoral Universitaria de Sevilla (España), Álvaro Pereira, afirmó que en su obra “Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección”, el Papa Benedicto XVI “quiere certificar que Jesús no es un mito”.
El lunes 28, durante la presentación del libro en Sevilla, Pereira se preguntó por qué Benedicto XVI había elegido este tema cuando “podría haber escogido la cuestión de la moral”. Para el responsable de la pastoral universitaria, el Papa lo hizo porque “quiere certificar que Jesús no es un mito”.
Según el diario ABC, Pereira recordó la entrada de Cristo a Jerusalén “a lomos de un borriquillo en vez de hacerlo en un caballo veloz”, lo que indica su condición de “Rey pacífico“, también ligada a su identificación con los niños.
Por su parte, el Arzobispo de Sevilla, Mons. Juan José Asenjo, afirmó que el libro del Papa no es solo “una obra científica, sino que se trata de una mirada del Jesús de los Evangelios“.
Añadió que con este libro “el lector puede hacerse una idea de quién fue Jesús y su mensaje de salvación”.

>

En el nuevo libro de Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. De la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, se abordan cinco cuestiones cruciales sobre la vida de Cristo, todavía hoy disputadas entre teólogos. Así lo explicó el cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los Obispos, en la presentación del texto en la Sala de Prensa de la Santa Sede.
Citando palabras de Benedicto XVI, Ouellet aclaró que el propósito del libro es “encontrar al Jesús real”, no al ‘Jesús histórico’ de la corriente principal de la exégesis crítica, sino al ‘Jesús de los Evangelios’ escuchado en comunión con los discípulos de Jesús de todos los tiempos, y así ‘llegar a la certeza de la figura verdaderamente histórica de Jesús’”.
El fundamento histórico del cristianismo
La primera cuestión que aclara el libro tiene que ver con el fundamento histórico del cristianismo. “Al ser el cristianismo la religión del Verbo encarnado en la historia, para la Iglesia es indispensable atenerse a los hechos y a los acontecimientos reales, precisamente porque éstos contienen ‘misterios’ que la teología debe profundizar utilizando claves de interpretación que pertenecen al dominio de la fe”. La exégesis que hace Benedicto XVI es guiada por la hermenéutica de la fe, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo la razón histórica.
Desde esta perspectiva,”se comprende el interés del Papa por la exégesis histórico-crítica, que él conoce bien y utiliza. Pero “no deja de denunciar de paso la falta de apertura de una exégesis practicada de un modo demasiado exclusivo según la razón”. El pontífice procura “aclarar teológicamente los hechos del Nuevo Testamento con los del Antiguo y viceversa”. “El lazo del cristianismo con el judaísmo queda reforzado por esta exégesis que se arraiga en la historia de Israel, revisada en su orientación hacia Cristo”, indicó Ouellet.
El mesianismo de Cristo
La segunda cuestión disputada que aborda el Papa afecta al mesianismo de Cristo. “Algunos exégetas modernos han hecho de Jesús un revolucionario, un maestro de moral, un profeta escatológico, un rabí idealista, un loco de Dios, un guerrillero comprometido con los marginados de la época, un mesías en cierto sentido a imagen de su intérprete influenciado por las ideologías dominantes”.
La exposición de Benedicto XVI sobre este punto, dijo Ouellet, “se inscribe en continuidad con la tradición judía que une lo religioso y lo político, pero subrayando hasta qué punto Jesús realiza la ruptura entre los dos campos. Jesús declara ante el Sanedrín que es el Mesías, aclarando la naturaleza exclusivamente religiosa del propio mesianismo. Por este motivo, es condenado por blasfemo, pues se ha identificado con ‘el Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo’”.
La Redención y la expiación de los pecados
El tercer debate aclarado por Benedicto XVI tiene que ver con la redención y su papel en la expiación de los pecados. “El Papa afronta las objeciones modernas a esta doctrina tradicional. Un Dios que exige una expiación infinita, ¿no es acaso un Dios cruel, cuya imagen es incompatible con nuestra concepción de un Dios misericordioso?”.
El autor, afirma Ouellet, “muestra cómo la misericordia y la justicia van de la mano en el marco de la Alianza querida por Dios. Un Dios que perdonara todo sin preocuparse de la respuesta que tiene que dar su criatura, ¿se estaría tomando en serio la Alianza y sobre todo el horrible mal que envenena la historia del mundo?”
Los textos del Nuevo Testamento analizados por el Papa muestran “un Dios que toma sobre sí mismo, en su Hijo crucificado, la exigencia de una reparación y de una respuesta de amor auténtico”.
El sacerdocio de Cristo
Otra cuestión crucial tratada por el Papa tiene que ver con el sacerdocio de Cristo. Al no pertenecer a la aristocracia sacerdotal del templo y vivir al margen de esta institución, algunos han querido verle como una figura “totalmente ajena y sin ninguna relación con el sacerdocio”. “Benedicto XVI corrige esta interpretación apoyándose firmemente en la Carta a los Hebreos, que habla ampliamente del sacerdocio de Cristo, y cuya doctrina se armoniza bien con la teología de san Juan y de san Pablo”, explica el cardenal Ouellet.
“El Papa responde a las objeciones históricas y críticas mostrando la coherencia del sacerdocio nuevo de Jesús con el culto nuevo que vino a establecer en la tierra, en obediencia a la voluntad del Padre”. En esta línea, Ouellet subrayó que “el comentario de la oración sacerdotal de Jesús es de una gran profundidad” y “la institución de la Eucaristía aparece en este contexto con una belleza luminosa que se refleja en la vida de la Iglesia como su fundamento y manantial perenne de paz y alegría”.
La verdad de la resurrección
La última cuestión mencionada por el cardenal Ouellet se refiere a la dimensión histórica y escatológica de la resurrección de Cristo. Benedicto XVI reconoce sin ambages que la cuestión es central: “La fe cristiana se apoya o se hunde en la verdad del testimonio según el cual Cristo resucitó de entre los muertos”.
“El Papa se alza contra las elucubraciones exegéticas que declaran compatibles el anuncio de la resurrección de Cristo y la permanencia de su cadáver en el sepulcro –explica Ouellet–. Excluye estas absurdas teorías observando que el sepulcro vacío, si bien no es una prueba de la resurrección, de la que nadie ha sido testigo, queda como un signo, un presupuesto, una huella dejada en la historia por un acontecimiento trascendente”. “Solo un suceso real –afirma el Papa– de una cualidad radicalmente nueva era capaz de hacer posible el anuncio apostólico, que no puede ser explicado por especulaciones o experiencias místicas interiores”.
La resurrección de Jesús introduce, según Benedicto XVI, una “mutación decisiva” que inaugura “una nueva posibilidad de ser hombre”.
La importancia histórica de la resurrección se manifiesta en el testimonio de las primeras comunidades cristianas que dieron vida a la tradición del domingo como signo de identificación con el Señor. “La celebración del día del Señor, que desde los comienzos distingue a la comunidad cristiana, es para mí, escribe el Papa, una de las pruebas más poderosas del hecho de que, en ese día, ha ocurrido algo extraordinario: el descubrimiento de la tumba vacía y el encuentro con el Señor resucitado”.

>

CIUDAD DEL VATICANO, domingo 20 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación las palabras que el Papa Benedicto XVI pronunció hoy desde la ventana de su estudio al introducir la oración mariana del Ángelus con los peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro.
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas
Doy gracias al Señor que me ha permitido vivir en estos días los Ejercicios Espirituales, y estoy agradecido a cuantos han estado cerca de mi con la oración. El domingo de hoy, segundo de Cuaresma, es llamado de la Transfiguración, porque el Evangelio narra este misterio de la vida de cristo. Él, tras haber preanunciado a sus discípulos su pasión, “tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz” (Mt 17,1-2). 
Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la naturaleza, pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación. San Máximo el Confesor afirma que “las vestiduras blancas llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras y transparentes y luminosas” (Ambiguum 10: PG 91, 1128 B).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, “aparecieron Moisés y Elías y conversaban con él” (Mt 17,3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías” (Mt 17,4). Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; Él “es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas” (Sermo De Verbis Ev. 78,3: PL 38, 491). 
De hecho, el Padre mismo proclama: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escuchadle” (Mt 17,5). La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, “la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en pura luz. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz” (Jesús de Nazaret, Milán 2007). Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, son preparados para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: “En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en cuanto eran capaces, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tu eres verdaderamente el esplendor del Padre” (t. 6, Roma 1901, 341).
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os exhorto, como escribe el Siervo de Dios Pablo VI, “a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida cotidiana” (Const. ap. Pænitemini, 17 de febrero de 1966, III, c: AAS 58 [1966], 182). Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria.
[Después del Ángelus dijo]
En los días pasados las preocupantes noticias que llegaban de Libia han suscitado también en mi viva inquietud y temor. Hice particular oración al Señor de ello durante la semana de los Ejercicios Espirituales.
Sigo ahora los últimos acontecimientos con gran aprensión, rezo por aquellos que están implicados en la dramática situación de ese país y dirijo un apremiante llamamiento a cuantos tienen responsabilidades políticas y militares, para que den prioridad, ante todo, a la incolumidad y la seguridad de los ciudadanos y garanticen el acceso a los socorros humanitarios. A la población deseo asegurar mi cercanía conmovida, mientras pido a Dios que un horizonte de paz y de concordia surja lo antes posible en Libia y en toda la región del norte de África.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. En este segundo domingo de Cuaresma, la liturgia nos invita a reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración. Jesús manifiesta el esplendor de su gloria, para testimoniar que la pasión es el camino de la resurrección. Os aliento, en este tiempo, a escuchar al Hijo predilecto del Padre, a alimentar vuestro espíritu con su Palabra y, así renovar con gozo en la noche de Pascua los compromisos bautismales. ¡Feliz domingo!
 
Traducción del original italiano por Inma Álvarez 
 

>

Pasaje del libro “Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección”


CIUDAD DEL VATICANO, jueves 10 de marzo de 2011 (ZENIT.org) – El libro del Papa “Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección” ha sido publicado este jueves. La Librería Editorial Vaticana, de acuerdo con “Ediciones Encuentro” -encargada de la edición de la obra en lengua española-, ha anticipado algunos fragmentos de este segundo volumen cuyo lanzamiento ha tenido lugar, simultáneamente, en siete idiomas. Publicamos una selección de pasajes del primer punto –“La fecha de la Última Cena”- del cuarto capítulo del volumen.
* * *

El problema de la datación de la Última Cena de Jesús se basa en las divergencias sobre este punto entre los Evangelios sinópticos, por un lado, y el Evangelio de Juan, por otro. Marcos, al que Mateo y Lucas siguen en lo esencial, da  una datación precisa al respecto. «El primer día de los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”… Y al atardecer, llega él con los Doce» (Mc 14,12.17). La tarde del primer día de los ácimos, en la que se inmolaban en el templo los corderos pascuales, es la víspera de Pascua. Según la cronología de los Sinópticos es un jueves […]
Esta cronología se ve comprometida por el hecho de que el proceso y la crucifixión de Jesús habrían tenido lugar en la fiesta de la Pascua, que en aquel año cayó en viernes. Es cierto que muchos estudiosos han tratado de demostrar que el juicio y la crucifixión eran compatibles con las prescripciones de la Pascua. Pero, no obstante tanta erudición, parece problemático que en ese día de fiesta tan importante para los judíos fuera lícito y posible el proceso ante Pilato y la crucifixión. 
Por otra parte, esta hipótesis encuentra un obstáculo también en un detalle que Marcos nos ha transmitido. Nos dice que, dos días antes de la Fiesta de los Ácimos, los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo apresar a Jesús con engaño para matarlo, pero decían: «No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo» (14,1s). Sin embargo, según la cronología sinóptica, la ejecución de Jesús habría tenido lugar precisamente el mismo día de la fiesta.
Pasemos ahora a la cronología de Juan. El evangelista pone mucho cuidado en no presentar la Última Cena como cena pascual. Todo lo contrario. Las autoridades judías que llevan a Jesús ante el tribunal de Pilato evitan entrar en el pretorio «para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua» (18,28). Por tanto, la Pascua no comienza hasta el atardecer; durante el proceso se tiene todavía por delante la cena pascual; el juicio y la crucifixión tienen lugar el día antes de la Pascua, en la «Parasceve», no el mismo día de la fiesta. 
Por tanto, la Pascua de aquel año va desde la tarde del viernes hasta la tarde del sábado, y no desde la tarde del jueves hasta la tarde del viernes.
Por lo demás, el curso de los acontecimientos es el mismo. El jueves por la noche, la Última Cena de Jesús con sus discípulos, pero que no es una cena pascual; el viernes -vigilia de la fiesta y no la fiesta misma-, el proceso y la ejecución. El sábado, reposo en el sepulcro. El domingo, la resurrección. Según esta cronología, Jesús muere en el momento en que se sacrifican los corderos pascuales en el templo. Él muere como el verdadero Cordero, del que los corderos pascuales eran mero indicio […].
Juan tiene razón: en el momento del proceso de Jesús ante Pilato las autoridades judías aún no habían comido la Pascua, y por eso debían mantenerse todavía cultualmente puras. Él tiene razón: la crucifixión no tuvo lugar el día de la fiesta, sino la víspera. Esto significa que Jesús murió a la hora en que se sacrificaban en el templo los corderos pascuales. Que los cristianos vieran después en esto algo más que una mera casualidad, que reconocieran a Jesús como el verdadero Cordero y que precisamente por eso consideraran que el rito de los corderos había llegado a su verdadero significado, todo esto es simplemente normal […].
Jesús era consciente de su muerte inminente. Sabía que ya no podría comer la Pascua. En esta clara toma de conciencia invita a los suyos a una Última Cena particular, una cena que no obedecía a ningún determinado rito judío, sino que era su despedida, en la cual daba algo nuevo, se entregaba a sí mismo como el verdadero Cordero, instituyendo así su Pascua […].
Una cosa resulta evidente en toda la tradición: la esencia de esta cena de despedida no era la antigua Pascua, sino la novedad que Jesús ha realizado en este contexto. Aunque este convite de Jesús con los Doce no haya sido una cena de Pascua según las prescripciones rituales del judaísmo, se ha puesto de relieve claramente en retrospectiva su conexión interna con la muerte y resurrección de Jesús: era la Pascua de Jesús. Y, en este sentido, Él ha celebrado la Pascua y no la ha celebrado: no se podían practicar los ritos antiguos; cuando llegó el momento para ello Jesús ya había muerto. Pero Él se había entregado a sí mismo, y así había celebrado verdaderamente la Pascua con aquellos ritos. De esta manera no se negaba lo antiguo, sino que lo antiguo adquiría su sentido pleno.
El primer testimonio de esta visión unificadora de lo nuevo y lo antiguo, que da la nueva interpretación de la Última Cena de Jesús en relación con la Pascua en el contexto de su muerte y resurrección, se encuentra en Pablo, en 1 Corintios 5,7: «Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo» (cf. Meier, A Marginal Jew, I, p. 429s). 
Como en Marcos 14,1, la Pascua sigue aquí al primer día de los Ácimos, pero el sentido del rito de entonces se transforma en un sentido cristológico y existencial. Ahora, los «ácimos» han de ser los cristianos mismos, liberados de la levadura del pecado. El cordero inmolado, sin embargo, es Cristo. En este sentido, Pablo concuerda perfectamente con la descripción joánica de los acontecimientos. Para él, la muerte y resurrección de Cristo se han convertido así en la Pascua que perdura.
Podemos entender con todo esto cómo la Última Cena de Jesús, que no sólo era un anuncio, sino que incluía en los dones eucarísticos también una anticipación de la cruz y la resurrección, fuera considerada muy pronto como Pascua, su Pascua. Y lo era verdaderamente.